DIEGO TOLSADA.- Hace unos días, Juan Rosell, presidente de los empresarios españoles, hizo unas declaraciones en las que, entre otras cosas, dijo que el trabajo fijo y seguro era cosa del siglo XIX y que hoy los trabajadores tienen que ganarse el puesto cada día. Hubo más o menos revuelo, pero tampoco mucho, porque la atención del personal está en otras cosas, desde del juego de los políticos hasta el final de la Liga y esas cosas…
Y, sin embargo, a mí me parece que estas palabras manifiestan sin ningún tipo de comedimiento, descaradamente, sin vergüenza alguna, el núcleo duro del pensamiento más duro del neocapitalismo más duro que estamos viviendo desde hace años.
Que las cosas están mal lo sabemos y lo sufrimos, sobre todo los más débiles, desde hace años. Que el tratamiento general de la enfermedad ha sido recortar y recortar lo poco que disponían a los que menos disponían, para sanear la economía de los que más tenían (empezando por los bancos) también. Que, ya puestos, esto ha generado un nivel de corrupción insoportable pero hecho ya casi normal, especialmente entre algunos de los responsables de la vida pública, también. Son hechos, ahí están. Como, si tiramos de recuerdos, el antecesor de Rosell, el Sr. Cuevas, no propuso durante años y años otra solución que la de recortar salarios y flexibilizar plantillas.
Pero Rosell ha dado, a mi modo de ver, un paso más, y un paso gravísimo. Ha elevado a derecho lo que no ha sido hasta ahora más que un hecho, por malo e injusto que sea. No basta con sufrir. Hay que sufrir porque es lo natural, es la ley de la evolución histórica y no hay otra solución ni expectativa. No es que las cosas sean así (sin entrar para nada en sus posibles causas), sino que es que tienen que ser así en nombre de las indiscutidas e indiscutibles leyes del mercado y su exigencia del mayor beneficio con la menor inversión posible, ley pretendidamente intocable y no sometible a duda, pero que en el fondo no deja de ser diabólica (alguien habló del pecado estructural). Rosell, como si nada, ha hecho de algo contingente en sí (y perverso) algo absoluto y necesario.
Lo que le queda al trabajador
Ante tamaño disparate y las reacciones habidas, lo primero que se me pasó por la cabeza es que tal vez quien realmente pertenece al siglo XIX es este empresariado que tenemos, que puede decir estas enormidades como lo más natural.
El asalariado ha ido, en función de las dolorosas circunstancias (que vuelven una y otra vez a reaparecer de mil formas nuevas pero siguen siendo las mismas en el fondo), teniendo que ceder y ceder, adaptarse, aceptar lo que hay, que no es sino lo que la oferta, el capital, ofrece. Pero este sigue en sus trece, insaciable, sin tener nunca suficiente, repitiendo una y otra vez que es el trabajador el que tiene que ceder, y sin ponerse a sí mismo en cuestión jamás, porque no hay por qué hacerlo.
¿No habría que empezar a mirar a este tipo de personajes con muy malos ojos por la perversión de sus planteamientos? Por eso me siento lleno de indignación.
El silencio de los pastores
Y lo segundo que ha llamado la atención –y me llena de tristeza y casi de desesperanza, además de indignación– es el silencio de los pastores. Estarán ocupados de otras cosas: la visita de Müller, la familia, lo que nos ocurre de cintura para abajo, que es lo importante, si los ritos así o asá…
Pero la hermosa y exigente postura de la Doctrina Social de la Iglesia sobre el trabajo no es tan importante, aunque afecte profunda y muy directamente, no ya la dignidad humana, sino la supervivencia y esa cosa tan necesaria y cristiana que es poder vivir con esperanza ante el futuro. No, ni seguridad ni trabajo fijo…, es decir, le ofreceré el trabajo porque necesito beneficios, pero que ese trabajo le asegure comer cada día es cosa suya. Y es que es así como tienen que ser las cosas, desengáñese.
¿No necesitamos urgentemente una ética ciudadana que nos asegure un mínimo de valores presentables y dignos? Nos podría ayudar la propuesta que un equipo de gente, dirigido por Diego Gracia, hace en 'Ética y ciudadanía', primero construyendo la ética y luego deliberando sobre valores (PPC).
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