Sobre cosas que nos están pasando...

Sobre cosas que nos están pasando...

DIEGO TOLSADA.– Vivimos tiempos revueltos en nuestra sociedad española. También en la otra, pero ahora… Felizmente, hemos acabado con el bipartidismo, lo que, en mi opinión, es síntoma de que vamos ganando en madurez democrática y caminamos hacia una sociedad más compleja pero, por eso mismo, más adulta. La pluralidad de opciones es mejor que la escasez de ellas.

Pero es cierto también que eso hace que la cosa sea más difícil, porque los matices aumentan y no solo está lo blanco y lo negro, sino que se nos obliga a pensar más, a distinguir más y, de rebote, a exigirnos más a nosotros mismos en el difícil ejercicio del discernimiento y la decisión.

Pero si ya es complicado todo esto, el malestar psicológico se acrecienta con el malestar ético. Cuando en la situación en que estamos, que podría ser una magnífica ocasión de renovación de la vida pública (empezando sobre todo por la política, tras el paisaje de tierra quemada que los cuatro años de mayoría absoluta y neoliberalismo rampante nos ha impuesto); cuando ingenuamente uno creía que movimientos de renovación social podían hacer presentes en la gestión social viejas palabras de igualdad, fraternidad y libertad, especialmente para los grupos más periféricos de nuestra sociedad, resulta que “más de lo mismo” (o casi, por dejar un margen a la esperanza).

De nuevo perdidos en el bipartidismo no de dos, sino, permítaseme la incongruencia, sí de cuatro: “Si te juntas con ese, no me junto contigo”; “pues no hablo contigo, porque no me haces caso”, “si no haces lo que te digo, no cuentes conmigo”, “mis condiciones, todas, o nada”… y así hasta el aburrimiento.

Y mientras tanto, los otros, los de siempre, en la torre de marfil del cortijo, esperando que nos hartemos todos, para poder volver como siempre, como los únicos salvadores, sin haber arriesgado nada, sin haber hecho el mínimo esfuerzo por el bien general y sin haber dado la mínima explicación (“faltaría más que tuviera yo que explicarle a usted…”, aunque el ‘usted’ sea el Congreso).

Lo que nos une y lo que nos separa

Y uno, que todavía deambula por esa ética, a su juicio necesaria, del bien común y las referencias más o menos sólidas, sigue suponiendo ingenuamente que es mejor tener puntos de referencia compartibles, ya que no universalizables, y se pregunta si en esta ensalada en la que nos encontramos, alguien estaría dispuesto a volver a hablar de cosas tan simples y tan arriesgadas como, por ejemplo, el bien común y la verdad (al menos en la medida en que está a nuestro alcance).

Aquí pillan a uno con las manos metidas en el bolsillo del vecino y, sobre todo, del bolsillo de todos, y pone cara de póquer y dice: “¿Yo…? Yo no he sido”. O con una ingenuidad cínica afirma: “No sé de qué me estás hablando. Habrá sido uno, solo uno, de los empleados”. Y a otra cosa (o mejor, a seguir en la misma, que es muy productiva).

O, por poner otro ejemplo, aquí se hace lo que yo quiero, en las condiciones draconianas que impongo antes de todo diálogo, o bloqueo cualquier solución posible (adjetivo clave en cualquier juego político que se quiera justo y democrático), aunque esta postura implique llevarse por delante la posibilidad de que las cosas empiecen a arreglarse, si no para todos, sí para muchos que lo han pasado y lo siguen pasando muy mal. “Pero es que yo soy yo, sabe usted…”.

Al pobre hombre que intenta, en condiciones muy complejas, hacerse cargo del mochuelo, torta por la derecha y torta por la izquierda.

Y así podríamos seguir…

Y mientras tanto, la Iglesia muy calladita.

El "bien de muchos"

¿No necesitamos todos un poco de sentido común y un mucho de sensibilidad ética para preguntarnos qué es lo posible mejor, no para los míos, sino para la mayoría, y emprender así de nuevo con ilusión la construcción de un proyecto compartible por muchos, aunque no sea el ideal de ningún grupo concreto? Pero eso exige intentar irse acercando, aunque sea asintóticamente, a la verdad disponible (que, sea lo que sea, existe) y a la generosidad suficiente para apostar por ese bien de muchos.

Algo de eso contaba hace ya un cierto tiempo Victoria Camps en su libro ‘El declive de la ciudadanía’ (PPC, 2010) y ahora Francesc Torralba en ‘La revolución ética’ (PPC, 2016).

Ah, y una cosa. Resulta que en este país de banderías cainitas, todo esto ya lo hemos hecho una vez y resultó bien, allá por los últimos años de los 70 del siglo pasado. Es decir, que somos capaces.

 

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