PAULA MARCELA DEPALMA.-
"La Iglesia tiene que ser el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio" (Evangelii gaudium 114).
Desde el Concilio Vaticano II nos enfrentamos como cristianos al desafío de la Nueva Evangelización. Ello implica un proyecto misionero para vivir la misericordia que nos compromete a todos en la Iglesia durante todo el siglo XXI. La misericordia es una línea de fondo que marca los papados desde Juan XXIII hasta la actualidad. Comienza este tiempo de la primacía de la misericordia con Juan XXIII, el “papa bueno”, que, al convocar el Concilio Vaticano II, invita a emplear “la medicina de la misericordia” y afirma que la Iglesia debía ser de todos, pero en especial, la Iglesia de los pobres.
Y Pablo VI, en la Conclusión del Concilio, se expresaba sobre este en términos de caridad, afecto y admiración volcado hacia el mundo moderno. Es más, afirmaba que “la religión de nuestro Concilio ha sido principalmente la caridad”. Nos encontramos así en los albores de un tiempo de misericordia, que marcará el rumbo de la Iglesia para las décadas siguientes.
Herederos del Concilio Vaticano II, los papas posconciliares mantienen vivo el acento en la caridad y en la compasión tanto en su mirada sobre la cultura contemporánea como en la comprensión de la misión de la Iglesia en el compás que marca la misericordia.
Así como la “religión del Concilio ha sido la caridad” (MV 4), y los papas posconciliares retoman esta línea de fondo, de la misma manera Benedicto XVI ofrece al inicio de su ministerio petrino la carta encíclica Deus caritas est, donde descubre la centralidad de la caridad para el desarrollo de su pontificado.
La caridad, según su magisterio, aparece en el centro de la fe cristiana: “Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y, Dios en él” (1 Jn 4, 16). En estas palabras de la primera carta de Juan, el papa y teólogo descubre el corazón de la fe cristiana, la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino y de su vida cristiana (DC 1).
Próximo a Benedicto XVI, Francisco se sitúa en continuidad con la corriente de la misericordia. A diferencia de Joseph Ratzinger que presenció como perito el Vaticano II, Jorge Bergoglio no participó en el Concilio. Sin embargo, se reconoce llamado en su ministerio universal a ahondar y a continuar los desafíos de los padres conciliares. Recordemos que la apertura del Año Santo coincide expresamente con la celebración del 50º aniversario de la conclusión del Vaticano II. Y que ello revela la intención de mantener vivo el espíritu del concilio, especialmente en la transformación de la Iglesia en signo del amor del Padre para el mundo:
“La Iglesia siente la necesidad de mantener vivo este evento [el Concilio]. Para ella iniciaba un nuevo período de su historia… La Iglesia sentía la responsabilidad de ser en el mundo signo vivo del amor del Padre” (Misericordiae vultus 4).
Con estas breves líneas es posible advertir que los cincuenta años que se inauguran con el Concilio Vaticano II han estado marcados por la mirada de misericordia sobre todas las dimensiones posibles: sobre la imagen del hombre, sobre la mirada sobre la cultura, sobre la existencia cristiana y sobre el corazón mismo de la fe y de la imagen de Dios. Y todavía parece que este camino no ha hecho más que comenzar.
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