PEDRO BARRADO.- En abril de 2014, hace ahora un año, aparecía en PPC un libro del famoso exegeta norteamericano John Dominic Crossan: 'El poder de la parábola'. El subtítulo orientaba hacia el contenido del libro: 'Cómo la ficción de Jesús se hizo ficción sobre Jesús'. La tesis de la obra es que un elemento característico de la enseñanza jesuánica como es la parábola acabó de alguna forma condicionando a los seguidores de Jesús, que contaron la vida del Maestro como una gran parábola.
En todo caso, lo que ahora me gustaría destacar es un rasgo que caracteriza las parábolas de Jesús: el punto de extravagancia o excentricidad que poseen.
Es sabido que las parábolas –medio privilegiado y característico de la enseñanza de Jesús– son relatos más o menos breves que se inspiran en la vida cotidiana de los campesinos y pescadores de los alrededores del lago de Galilea. Sin embargo, en esos relatos –o en la mayoría de ellos– suele aparecer un elemento que hace que esa historia tomada de la vida ordinaria pase a un registro distinto, ya que justamente es lo que la hace inverosímil. ¿Estaremos ante un elemento narrativo –y pedagógico– que hace de la parábola un relato que, como decía Paul Ricoeur del símbolo, da que pensar?
Solo un par de ejemplos. En la parábola que se cuenta en Mt 18,21-27, un siervo debe a su señor diez mil talentos. La cifra es absolutamente exorbitante, ya que equivaldría a unos 340.000 kilos de plata. (Se dice que Herodes el Grande obtenía unas rentas anuales de 900 talentos.) El quid de la parábola reside precisamente en el perdón desproporcionado de esa deuda frente a la mucho más modesta de cien denarios que le debe al siervo perdonado otro compañero suyo –y que es incapaz de perdonar– equivalente a cien jornales.
Otro caso lo tenemos en la llamada parábola del “hijo pródigo” (Lc 15,11-32), aunque con mayor propiedad habría que titularla parábola del “padre misericordioso”. En ella se presenta a un paterfamilias escasamente creíble, si nos atenemos a los valores sociales y culturales vigentes en la sociedad judía del siglo I. En primer lugar se deja “matar” por su hijo menor, ya que este le pide la parte de la herencia que le corresponde; y además el padre se la da sin rechistar. Luego, cuando el hijo regresa a casa humillado y dolorido, el padre no solo no le reprocha sus malas acciones, sino que, al verlo venir, pierde la compostura que debía guardar un honorable paterfamilias judío y corre a su encuentro; y además le devuelve los signos de la dignidad perdida: vestido, anillo y calzado, y celebra con él un banquete.
Si aplicáramos esta cuestión de los elementos excéntricos de las parábolas a la tesis de la obra de Crossan, efectivamente también en la vida de Jesús podríamos observar esos elementos sorprendentes. En realidad, todo el acontecimiento de Jesús estaría entreverado de “excentricidades” o “extravagancias”. ¿Cómo, si no, calificaríamos el nacimiento del Mesías e Hijo de Dios en un pesebre de Belén? ¿Acaso no es escandalosamente llamativo que el Hijo del hombre no tenga donde reclinar la cabeza?
San Pablo supo verlo con claridad: “Nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles” (1 Cor 1,23).
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